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viernes, 17 mayo 2024

Relatos cortos: El Matadero de Villanueva

Ocio y culturaRelatos cortos: El Matadero de Villanueva

El matadero de Villanueva

Era su primer día en el matadero de Villanueva, un sitio que, según murmuraban en el pueblo, estaba maldito por almas que no encontraban descanso entre sus paredes manchadas de sangre y penumbra. Alejandro, pese a su escepticismo, no pudo evitar un escalofrio al cruzar la gran puerta de hierro, que chirriaba como si lamentara su llegada.

El interior era un laberinto de pasillos fríos y húmedos, donde la luz luchaba por filtrarse a través de pequeñas ventanas empolvadas. Mientras se dirigía a la sala principal, Alejandro notó una sombra que se deslizaba a su lado. Se detuvo, girando sobre sus talones, pero solo encontró el vacío de los corredores solitarios.

A medida que el día avanzaba, los fenómenos inexplicables se sucedían. Ruidos extraños resonaban en las cámaras de eco del matadero, como si el acero y el cemento susurraran entre ellos historias de antiguos tormentos. Pero lo que más perturbaba a Alejandro no era el sonido de las cadenas moviéndose sin razón o el eco de pasos en salas desocupadas; era la sensación constante de ser observado, de una presencia que lo seguía, tan cercana que podía casi sentir su aliento frío en la nuca.

Intentó hablar de ello con sus compañeros durante el descanso, buscando alguna explicación lógica o al menos compartir el miedo que empezaba a anidar en su pecho. Sin embargo, sus palabras solo encontraron miradas esquivas y un silencio que se extendía como una sombra más en aquel lugar. “No es nada, novato. Son solo historias para asustar a los nuevos”, le dijo entre dientes uno de los carniceros más veteranos, antes de volver a su labor, dejando a Alejandro con más preguntas que respuestas.

Muchos compañeros ya lo habían dejado porque no resistieron el agobio que se respiraba en el matadero. Los que quedaban se habían resignado a trabajar con miedo, con el alma congelada. De hecho ese miedo hacía que la productividad fuese tan baja que estaba poniendo en dificultades a los nuevos propietarios.

Fue al finalizar su turno, cuando el sol ya se ocultaba y las sombras se alargaban, que Alejandro vivió el momento más aterrador de su primer día. Mientras limpiaba su estación, escuchó claramente una voz susurrándole al oído, tan real que podía jurar que alguien estaba justo detrás de él. El mensaje fue simple, un frío “vete” que heló su sangre. Giró rápidamente, pero nuevamente, no había nadie.

Al salir de aquel lugar, con el último rayo de sol desvaneciéndose en el horizonte, Alejandro no pudo evitar mirar hacia atrás. El matadero se erigía imponente, sus ventanas como ojos vacíos que lo observaban marchar.

Con el corazón atrapado en una maraña de miedo y curiosidad, Alejandro decidió que no podía seguir ignorando lo que sus ojos habían visto y sus oídos habían escuchado. Algo antinatural habitaba en el matadero de Villanueva, y estaba decidido a desentrañar el misterio, costase lo que costase.

Comenzó su investigación preguntando con cautela a los trabajadores más antiguos, aquellos cuyas arrugas y miradas perdidas parecían guardar secretos de muchos inviernos. Sin embargo, cada intento de conversación sobre el pasado del matadero se topaba con un muro de silencio y evasivas. Era como si un pacto no escrito sellara los labios de todos aquellos que conocían la verdad. “Déjalo estar, chaval. Hay cosas que es mejor no saber”, le aconsejó un hombre de mirada cansada, antes de alejarse con un suspiro que parecía llevarse consigo años de pesares no contados.

Frustrado por la falta de respuestas, Alejandro decidió tomar un enfoque más directo. Pasaba las noches investigando en viejos archivos del pueblo y rebuscando entre pilas de periódicos amarillentos en la biblioteca local. Fue allí, entre el polvo y el olvido, donde finalmente encontró una pista: un recorte de periódico que hablaba de la trágica ruina y posterior suicidio de Ignacio Montes, el anterior propietario del matadero. Según el artículo, desesperado y ahogado en deudas, Montes había encontrado un final macabro al lanzarse a la trituradora de carne, dejando el matadero y su manchado legado a manos de nuevos propietarios.

Armado con esta nueva información, Alejandro sintió que las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar, aunque cada descubrimiento solo servía para sumirlo más en un abismo de preguntas sin respuesta. ¿Era posible que el espíritu de Ignacio Montes rondara aún por el matadero, clamando venganza o buscando redención?

Noches de insomnio y días llenos de saltos al menor ruido siguieron a su descubrimiento. Alejandro empezó a sentirse vigilado no solo en el matadero, sino en cada rincón de su vida. Sombras que se movían en el rabillo del ojo, susurros apenas perceptibles en el viento, y la inconfundible sensación de no estar nunca solo. Pero lo que en un principio eran meras molestias pronto se convirtieron en aterradores encuentros con lo inexplicable. Objetos que desaparecían, luces que parpadeaban sin causa aparente y figuras escurridizas que parecían burlarse de él desde la oscuridad.

Los turnos de noche en el matadero de Villanueva se habían vuelto un laberinto de terror y desesperación para Alejandro, que ya estaba meditando si no debería también dejar este empleo como habían hecho otros muchos antes que él. Cada sombra parecía ocultar un peligro, cada rincón guardaba un secreto maldito. Pero era la voz, esa voz que parecía filtrarse a través de las paredes y susurrar directamente en su mente, la que más lo atormentaba. “Vete…”, repetía, una y otra vez, una orden que se había convertido en un eco constante en sus pensamientos.

La línea entre la cordura y la locura comenzaba a difuminarse para Alejandro. Noches sin dormir, saltando al menor sonido, sintiendo cómo algo, o alguien, se adueñaba poco a poco de su mente. Era como si el espíritu del dueño anterior, Ignacio Montes, se infiltrara en su ser, empujándolo hacia el borde de un abismo del que no podría regresar.

Una noche, mientras seguía el rastro de sombras y susurros hasta los confines más oscuros del matadero, Alejandro tropezó con una puerta oculta tras unas estanterías llenas de cajas de embalaje viejas en un rincón olvidado del almacén. Movido por una mezcla de miedo y una determinación férrea, la abrió, revelando una estrecha escalera que descendía a la oscuridad.

Con el corazón en un puño, bajó cautelosamente las escaleras. Un complejo de túneles se extendía bajo el matadero, un mundo subterráneo oculto a la vista de todos. Y allí, en una pequeña habitación iluminada por la luz parpadeante de unas velas, estaba él: Ignacio Montes, el antiguo dueño, vivo, respirando y sorprendentemente corpóreo para ser un fantasma.

Al verse descubierto, la verdad salió de sus labios en un torrente de palabras. Montes, arruinado y desesperado, había fingido su muerte para escapar de sus acreedores, creando la leyenda de su propio fantasma. Desde hace once años, vivía oculto, manipulando los eventos en el matadero para asustar a los trabajadores y sabotear la empresa, que ya estaba en serias dificultades, esperando quebrarla para poder recomprarla a precio de saldo.

La revelación dejó a Alejandro atónito, no solo por la audacia del plan, sino por la profundidad de la locura y la desesperación que lo habían engendrado. Sin embargo, algo dentro de él se negaba a dejar que esta historia de codicia y engaño terminara en tragedia.

En un acto de atrevida e ingeniosa valentía, Alejandro llamaba a la Policía mientras intentaba convencer a Montes de que su plan nunca le traería la paz ni el éxito que buscaba. Era tiempo de enfrentar las consecuencias de sus actos y buscar redención en la verdad. Le dejó hablar para ganar tiempo y así la policía llegó poco después. Montes, resignado y visiblemente aliviado por el fin de su farsa, se entregó sin resistencia.

El matadero de Villanueva, liberado finalemente de su “maldición”, pudo volver a la normalidad. Pero para Alejandro, nada sería igual. Había enfrentado los fantasmas, tanto reales como imaginarios, de un pasado oscuro, y en el proceso, había descubierto una fortaleza en sí mismo que nunca supo que tenía.

Mientras el alba rompía el cielo, marcando el fin de esta larga noche, Alejandro miró hacia el horizonte. La vida, pensó, es como este matadero: llena de sombras y misterios, pero siempre, siempre, hay una luz esperando ser descubierta, si uno tiene el coraje de buscarla.

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